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sábado, 12 de julio de 2008

Cuando la Luna «rezumaba» agua

Érase una vez en el Sistema Solar recién nacido, hace 4.500 millones de años, milenios arriba, milenios abajo, que un cuerpo celeste del tamaño de Marte chocó contra la Tierra, que entonces era más grande que ahora. El tráfico debía ser muy pesado y caótico en un sistema planetario en formación. Producto de aquel siniestro, nuestro planeta perdió un buen pedazo. Tanto que la quincuagésima parte de su masa salió despedida por el espacio, hasta que las fuerzas gravitacionales se equilibraron y aquella tierra de nuestra Tierra quedó anclada en órbita en torno a nuestro planeta. Se convirtió en su satélite: la Luna.
Durante los quinientos milenios posteriores, la Tierra recibió constantes «chaparrones» de cometas y asteroides esencialmente formados por hielo, que aportaron ingentes cantidades de agua, de ahí que el nuestro sea el Planeta Azul. Pues bien, lo mismo le ocurrió a la Luna. Recibió también su ración de agua helada procedente del espacio. Sólo que se le evaporaba pronto por las elevadas temperaturas en su superficie, más de un centenar de grados al sol, y una vez en forma de vapor de agua no era capaz de retenerla por su insuficiente masa.
Todo esto era, hasta hoy, la principal hipótesis de trabajo de los astrofísicos. Pero ahora hay otra, según la cual nuestro satélite tenía ya abundante agua en su interior antes de la lluvia de asteroides y cometas de hielo. Era rica en agua original. Agua en su subsuelo. También debía tenerla entonces la Tierra, su planeta «madre», de la cual surgió por «arrancamiento». La prueba la ha hallado un equipo científico estadounidense, encabezado por Alberto E. Saal, de la Universidad Brown, y publican su investigación hoy en la revista «Nature».
Los geólogos han analizado, por modernas técnicas de espectrografía de masas de alta resolución, las muestras de roca volcánica lunar recogidas durante las misiones Apolo XI (1969), XV (1971) y XVII (1972), hace casi cuarenta años.
«Espejos volcánicos»
Tras asegurarse de que se trata de rocas basálticas originales del subsuelo lunar, «vomitadas» al exterior hará unos 3.000 millones de años, y no procedentes de meteoritos o cometas, cuyas características geoquímicas son muy diferentes, han comprobado que estos «espejos volcánicos» lunares -así se les llama- de llamativos colores verdes o anaranjados contienen una gran variedad de elementos volátiles, entre ellos agua. Y agua en abundancia, ya que las muestras más ricas contienen trazas de hasta 745 partes por millón.
Los cálculos geológicos efectuados en rocas basálticas de la misma antigüedad procedentes del manto de la corteza terrestre arrojan contenidos de agua parecidos, lo que muestra que la Tierra, y su «hija», la Luna, contenían en su interior proporciones de agua similares.
Este descubrimiento demuestra que hubo agua en el interior de nuestro satélite. Y sugiere que probablemente la hay todavía, lo que no sabemos es en qué proporción, ni a qué profundidad, ni en qué lugares... ¿Tal vez en superficie?
El geólogo francés Marc Chaussidon, en un comentario asociado a la publicación de esta investigación, afirma en «Nature» que «en la actualidad, la mayor parte del agua que albergaba el magma de la Luna, probablemente un 95%, se ha dispersado en el espacio por evaporación tras ser expulsada al exterior por los volcanes. Pero parte de ese vapor de agua ha podido alojarse en los fríos polos del satélite, donde se habrían fijado en forma de hielo a la sombra de los cráteres».
Buscar agua en los polos
La NASA tiene entre sus objetivos inmediatos comprobar sobre el terreno si queda hielo en los polos lunares. A finales de este año está previsto el lanzamiento de un Orbitador de Reconocimiento Lunar (LRO, por sus siglas en inglés), sonda que estará equipada con sofisticados sensores capaces de detectar trazas de agua por cuatro procedimientos distintos.
En un intento precedente y fallido, la agencia espacial estadounidense envió en 1998 la sonda Lunar Prospector, que mediante un espectrómetro de neutrones rastreó la superficie hallando huellas «sospechosas en los cráteres polares. Cuando la sonda fue estrellada en el Polo Sur para comprobarlo, no descubrió ni rastro de hielo.

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